Venezuela

Venezuela: La revolución de los cascos

Venezuela. Hoy es 26 de mayo de 2017.

Un lunes, hace dos meses, me encontraba en mi casa luego de regresar de la Universidad. Era lo que parecía un día normal en Venezuela: noticias de desabastecimiento de alimentos, falta de servicios básicos y  múltiples denuncias de los dirigentes de la oposición venezolana a través de Twitter y Facebook abarrotaban el acontecer. El hecho noticioso de este día era que la Asamblea Nacional (AN), elegida en diciembre de 2015, dejaba de ser legítima y la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), máximo órgano del sistema judicial venezolano, usurparía sus funciones.

De momento a otro, la sentencia del TSJ alarmó a todo un país que tenía mucho rato pasándola mal por las diferentes políticas del gobierno nacional. Fue así como se convocó a una movilización que prometía llegar a la Defensoría del Pueblo, ubicada en el Municipio Libertador, el único barrio gobernado por un alcalde del chavismo -Movimiento pro gobierno-. La marcha no llegó, no la dejaron cruzar más allá de la Avenida Libertador, una icónica calle de Caracas que sirve de frontera entre el municipio Chacao y el municipio Libertador.

Jorge Rodríguez, alcalde de Libertador, prometió en 2014, luego de una ola de protestas,, que las movilizaciones de la oposición no volverían a pisar  ¨su¨ municipio, cortando así el derecho a manifestar libremente, y también el de transitar por nuestra ciudad, tal como lo indica la Constitución. Desde entonces, la excusa, una y otra vez, es que la oposición no tiene permiso para moverse hasta la zona oeste de la ciudad. Tal como si Caracas estuviese una pared divisoria.

Así fue como nos empezamos a acostumbrar a esta nueva rutina. Nuestra violenta ciudad – la más sangrienta de 2016 con 5.741 muertes- empezó a ser la protagonista de un movimiento que rápidamente se esparció a todo el país -notablemente más afectado que la capital por las medidas económicas, sociales y políticas-.

Ahora los días empiezan en tensa calma. Todo depende de lo que se anuncia por Twitter y Facebook el día anterior por los diputados de oposición de la Asamblea Nacional -porque una de las mayores fuerzas del Gobierno es la hegemonía comunicacional, controlando casi todos los medios en su totalidad-. Si toca marchar, la ciudad deja de funcionar y se empieza a complicar con el paso de las horas. A las 8:30 A.M, el Metro de Caracas culminó el servicio que inicia solo tres horas antes. Es así como cierran casi todo el sistema para complicar que los marchistas lleguen a sus destinos, incomodando también la vida de los que por alguna u otra razón no asisten a la movilización. Las principales calles y autopistas del país se congestionan impresionantemente, pues las autoridades también cierran el paso del tránsito terrestre, siendo una odisea llegar a cualquier lugar. Cada día se vuelve peor y es casi imposible ignorar lo que está pasando en nuestro país.

El 19 de abril nos convocaron a una multitudinaria marcha en Caracas. Aún hoy, no se puede saber con seguridad cuántas personas estaban ahí, pero ante mis ojos, era una marea de gente. Fui con mi mamá y mi novio. Caminamos, y caminamos. Fuimos desde la Plaza Altamira -lugar que ha sido protagonista de múltiples protestas desde el gobierno de Hugo Chávez- hasta la Autopista Francisco Fajardo, principal arteria vial. Ahí nos encontramos con el piquete de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) que pretendía impedir el paso. Empezaron a caer las bombas lacrimógenas desde todos los ángulos y mientras más avanzamos entre las personas, más heridos nos encontrábamos. En el medio de esto, nos dimos cuenta que las bombas ya estaban muy cerca, y que no lograríamos pasar. Empezamos a devolvernos, cuando la arremetida de los cuerpos de seguridad fue tan brutal que muchos de los presentes se lanzaron al río Guaire, un contaminado cuerpo de agua en donde se lanzan desechos orgánicos y que desde pequeños se nos ha enseñado que es lo más sucio que puedes encontrar.

La desesperación de estar atrapados en ese espacio que parecía un campo de guerra nos agotó rápidamente. La picazón en los ojos, boca y garganta que producen las bombas lacrimógenas, usadas para dispersar, resultaba insoportable. Perdí a mi grupo de marcha, y pronto empecé a sentir que no iba a lograr salir de ahí. Sin embargo, tuve suerte y conseguí a un señor que en medio de aquella escena dantesca rociaba una mezcla de antiácido con agua para neutralizar los efectos de las bombas. Él me prometió sacarme de ahí y cuidarme como si fuese mi padre, cosa que realmente hizo a la perfección. Vi personas perder sus zapatos, sus aretes, sus gorras y sombreros -indumentaria necesaria cuando protestas en el inclemente calor del trópico-, pero sobretodo vi miedo, mucho miedo, en los rostros de los demás, y claro, no puedo imaginar cómo lucía el mío.

Me conseguí milagrosamente a Daniel, mi novio, entre todas esas caras de desesperación. También le rociaron la mezcla que apaciguaba los efectos. Ahí solo vino lo peor. Al voltear hacia atrás, nos vimos de últimos. Pensamos que no íbamos a poder salir de ahí para contar este relato, pero lo hicimos.

Me atrevo a decir que es casi seguro que todos los que hemos asistido aunque sea a una de estas concentraciones nos hemos encontrado en una situación similar o peor, sufriendo el peor de los miedos, sabiendo que muchos son los heridos, presos, o peor aún, los muertos. Las bombas caen de todas partes, siendo disparadas en línea recta para herir seriamente a los protestantes. Es así como hoy son 58 los venezolanos que han perdido la vida, muchos de ellos de esta forma.

La prioridad de los protestantes siempre es la seguridad propia. Sabiendo que literalmente todos los días nos encontramos con la misma situación, es común usar la misma indumentaria siempre: un casco de moto o de motorizado, como le llamamos acá, cascos de obra de construcción, de equitación, de deportes extremos. Todos son válidos. Sirven para cubrir la cabeza y evitar heridas en el cráneo que puedan resultar letales. Me di cuenta que estamos ante la Revolución de los Cascos, una que no lleva armas, ni es violenta, pero está cargada de un profundo sentimiento de hermandad y de que nosotros, los que queremos dejar de ver niños buscando comida en bolsas de basura, somos más.

Espero pronto poder escribir unas líneas para celebrar el triunfo de este movimiento de una sociedad civil que hace 67 días decidió cambiar su presente y futuro.

Escrito por Daniela Rojas Castillo